Escúchalo en Spotify:
Capítulo 3: La Mano Amiga
Cuando mi vecina se ofreció a ayudar, mi primer instinto fue la desconfianza. Llevaba tanto tiempo atrincherado en mi propio infierno que cualquier gesto externo me parecía una amenaza. En su sonrisa, no supe si ver un gesto amable o una burla sutil a mi desgracia. En su mirada, creí ver lástima, y eso me hería casi tanto como la soledad.
Me propuso darle a la niña una «acolada de bienestarina», un tipo de leche en polvo del gobierno. Mi mente se rebeló al instante. «Ella nunca ha tomado eso», le dije, con la voz más firme que pude encontrar. La realidad era que mi hija ya casi no comía nada, y el recuerdo del pecho de su madre la consumía día a día, dejándola terriblemente delgada. Yo estaba en modo zombi, pero una parte de mí sabía que estaba al borde de tener que tomar medidas drásticas.
«Déjamelo a mí», respondió ella con una seguridad que yo había perdido hacía mucho tiempo. Y en ese momento, mi resistencia se hizo añicos. Cedí.
Dejé que se llevara a mi hija a su casa, al otro lado de la calle. Y durante esas horas, ocurrió un milagro: el silencio. Cuando la trajo de vuelta, la bebé durmió. Durmió tranquila, profundamente, por primera vez en semanas. Ese día, por primera vez, pude trabajar sin el nudo constante en el estómago. Tuvimos un día de paz.
Pero la paz era un visitante fugaz. A la mañana siguiente, el horror volvió a golpearme en cuanto abrí los ojos. La soledad, el no saber cómo afrontar un nuevo día, la sensación de estar perdido en mi propia vida. La rutina del caos se instaló de nuevo.
Sin embargo, algo había cambiado. La puerta de la vecina se convirtió en una válvula de escape. Cada día, mi hija pasaba un par de horas allí, y yo aprovechaba para respirar. La canastilla de frutas dejó de ser una solución improvisada y se convirtió oficialmente en su cama. Era pequeña, pero la mantenía calentita en aquella ciudad tan fría. Poco a poco, sin darme cuenta, me fui adaptando a una nueva y extraña realidad.
Habían pasado casi dos meses desde el miércoles negro, pero en mi cabeza, todo seguía igual. Era un torbellino de preguntas sin respuesta. De cara al mundo, intentaba actuar con normalidad. Llevaba a la bebé conmigo a todas partes en el negocio. Y entonces, llegaba la pregunta inevitable de algún cliente curioso: «¿Y la mamá?».
Cada vez, sentía un golpe en el pecho. Mentía. Murmuraba cualquier cosa, una excusa vaga, y me sentía fatal. Cada mentira era un recordatorio de que, aunque tuviera una mano amiga al otro lado de la calle, seguía fundamentalmente solo en esto.
¿Qué te parece? ¿Refleja bien tus sentimientos y recuerdos de aquella época? Podemos cambiar o añadir lo que necesites.
.
