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Era un miércoles, 6 de marzo de 2018. A eso de las 6 de la mañana me levanté de la cama donde dormíamos los tres juntos, como la familia que éramos. Vivíamos en Bogotá, en un pequeño barrio donde yo tenía un negocio de comidas en la planta baja de nuestra casa.
Como cada día, ellas dos quedaron durmiendo. Me duché, tomé un café y bajé a trabajar. Salí a hacer las compras de la carne para el negocio, regresé una hora después y todo parecía seguir igual. Me puse a moler la carne, a fabricar las hamburguesas.
De repente, la vi. Aquella mujer, que para entonces tendría unos 26 años (no lo recuerdo bien), estaba de pie, vestida con ropa de calle y con una maleta en la mano. Me pidió dinero para irse.
Le pregunté: «¿Por qué?».
«No aguanto más esta situación. Esto no es para mí, me voy», me respondió.
«¿Y la niña? ¿Qué pasará con ella?», le pregunté.
«Te la dejo a ti. Contigo estará mejor».
Sin dudarlo un segundo, subí las escaleras y cogí a mi niña, que tenía apenas 14 meses. Y pum. En ese instante, me convertí en padre soltero.
El día transcurrió y, como estaba ocupado trabajando, me mantuve extrañamente tranquilo. Pero a las dos horas sentí su primer chillido pidiendo comida. Su madre la estaba amamantando en esa época; mi bebé nunca había tomado leche de tarro. No supe qué hacer. Le di un poco de agua y se calmó por unos instantes.
Seguí trabajando y, cuando casi había terminado, volvió a llorar. Subí. La bebé estaba sola, ya sin su madre, sin el pecho que la alimentaba. Le preparé su primer biberón y me dispuse a dárselo. Como era de esperar, no lo recibió.
En ese momento, sentí que el mundo se me caía encima.
Cogí el teléfono y llamé a un familiar. Yo vivía a 5 kilómetros del pariente más cercano, en una urbe de 11 millones de personas. La respuesta que recibí fue: «Tranquilo, que ella regresará».
Me calmé por un momento, pero la realidad era otra. Me quedé sentado durante casi tres horas, sin poderme mover, sin saber qué hacer. Estaba roto y no podía pensar. Mi mente era un caos mientras la bebé lloraba pidiendo su ansiada comida. Después de esas tres horas paralizado, tuve que sacar fuerzas de donde no las tenía y me puse de pie. Le preparé un caldo de pollo y, para mi alivio, eso sí se lo comió.
Por un instante me tranquilicé. Fueron pasando las horas, llegó la noche y era el momento de abrir el local de hamburguesas. Estaba destrozado, pero como pude, sin ducharme ni nada, bajé y abrí las puertas. Para aquel entonces, tenía una chica que me ayudaba por las tardes. Le conté un poco por encima lo que estaba pasando y me dijo: «Tranquilo, sube y cambia a la bebé». Como yo había estado bien involucrado en esos temas, no fue difícil, pero sí lo fue sentir la soledad profunda al darme cuenta de que la gran noche había llegado, y ella no. Estaba solo.
La noche avanzaba entre el ruido de la plancha y el llanto intermitente de mi hija. Cada cliente que entraba era un recordatorio de la normalidad que había perdido. Pero la verdadera prueba no sería esa noche, sino la mañana siguiente, cuando tuviera que enfrentar el mundo exterior y las miradas que no sabía cómo interpretar.
