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Capítulo 2: El Tiempo Detenido

La noche nunca acabó para mí. El sol del jueves salió, pero la oscuridad del miércoles se había quedado pegada a mis huesos. No dormí. No pude. Mi mundo se había reducido a un espacio de apenas 30 metros cuadrados en el que di mil pasos, uno detrás de otro, como un animal enjaulado. Me tomé quince cafés, esperando que la cafeína apagara el ruido de mi cabeza, pero solo lo hacía más fuerte. En los pocos momentos de calma, solo podía contemplar a mi pequeña hija, que con apenas 15 meses dormía ajena al terremoto que había destrozado nuestra familia.

Cuando la luz del sol se coló por la ventana, me golpeó una nueva realidad: había que volver al trabajo. ¿Pero qué hacía con ella? ¿Dónde la dejaba? Saqué fuerzas de donde no las tenía, la vestí y me la llevé conmigo al negocio. Improvisé una cama en una canastilla de frutas que tenía a mano y, para mi sorpresa, ahí se quedó dormida.

Pasé el día como un zombi. No sabía qué hora era, ni siquiera qué día. Atendía a los clientes, preparaba las hamburguesas y sonreía por inercia, intentando mantener una fachada de normalidad para los vecinos y para la chica que me ayudaba en el restaurante. Pero por dentro, mi mente era un torbellino de preguntas sin respuesta. Y entonces, el llanto. Cada media hora, a veces más, el chillido de mi hija me recordaba que nada era normal. Lloraba, se hacía popó, y el ciclo volvía a empezar.

Así fueron pasando los días. O quizás fue un solo día muy largo, porque para mí el tiempo se había detenido en ese miércoles negro. Veía a la gente reír por la calle y me preguntaba: ¿Por qué a mí?. Miraba al cielo y le gritaba en silencio a Dios: ¿Por qué yo?.

Contaba las horas y los días desde las 9 de la mañana en que aquella mujer se fue. Ya había pasado un mes, y nada parecía haber cambiado, excepto una cosa: mi bebé. Cada día estaba peor. Ya casi no comía, solo lloraba. Y en su desesperación, me buscaba el pecho, intentando encontrar en mí el alimento que su madre le había negado. Ese gesto, tan inocente y tan brutal, me rompía en mil pedazos cada vez.

Estaba tocando fondo. Y justo entonces, cuando sentía que ya no podía más, una mañana una vecina se acercó. «Janier», me dijo con la mirada llena de preocupación. «¿Qué le pasa a la niña?». Le conté todo, sin filtros, dejando que el torrente de angustia saliera por fin. Ella escuchó en silencio y, cuando terminé, se ofreció a ayudarme con algunos cuidados, a enseñarme cómo hacerla dormir, a darme un respiro.

Y yo, por primera vez en un mes, acepté.

La ayuda había llegado, pero la batalla más dura estaba por comenzar. No te pierdas el próximo capítulo de "Las Crónicas del Miércoles Negro".

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