Capítulo 7: La Jaula de Olor Dulce y Rueda Infinita

  • «Este capítulo es uno de los más duros que he escrito. Es un viaje al fondo de mi propia mente, una exploración de cómo la salud mental se deteriora en silencio cuando el duelo y la soledad se apoderan de todo. Es la historia de cómo la responsabilidad de la paternidad se convierte en una batalla diaria contra tus propios demonios.»

La vida se había convertido en una rueda de hámster, y yo corría sin fin dentro de ella. El sosiego de la rutina diaria, lejos de ser un consuelo, era una losa pesada y dolorosa que me aplastaba un poco más con cada vuelta. De repente, era padre y madre a la vez, un rol para el que no tenía manual. ¿Cómo se cuidaba a una niña tan pequeña? Me hacía mil preguntas al día, y todas rebotaban en el silencio de mi ignorancia. Tuve que aprender sobre la marcha a peinarla, a bañarla con manos torpes, a descifrar sus llantos para saber si era hambre o sueño.

Mientras tanto, el mundo exterior no se detenía. El desfile de gente en mis negocios, que antes era el motor de mi vida, se había transformado en un ruido de fondo molesto, una obligación sin alma. Para ese entonces, todo me irritaba. La música de los cantantes de vallenato, que alguna vez fue banda sonora de celebraciones, ahora se había convertido en el himno de mi desgracia personal.

En un intento desesperado por romper la monotonía, empecé a refugiarme en los centros comerciales. Quería distraer la mente, pero el remedio fue peor que la enfermedad. Esos pasillos brillantes y llenos de vida me parecían un escenario aterrador. Ver a las parejas reír, a las familias pasear, era como si me estuvieran apuntando con un dedo acusador. Sentía sus miradas sobre mí, cargadas de una lástima que quizás solo existía en mi cabeza. Miraba sus rostros y solo veía felicidad, una felicidad que me era ajena, y la pregunta de siempre emergía desde el fondo de mi garganta: ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué a mí? Por supuesto, Dios nunca respondió directamente. Cada vez que volvía de esos sitios, regresaba más roto. El hombre que era antes de ese Miércoles Negro había muerto, y mi vida, ahora, no tenía ningún sentido.

Los días se sucedían sin nombre, pero la bebé crecía, ajena a mi naufragio. Los negocios, por pura inercia, se mantenían estables. Mi cuerpo, en cambio, reflejaba mi estado interior: había engordado, y la ansiedad se había pegado a mí como una segunda piel. En mi pequeño universo de miseria, ciertas cosas se volvieron perversamente normales. El gato de la vecina nunca se fue, y su olor a mierda, que al principio me asqueaba, se convirtió en un compañero constante, casi un amigo. Las paredes de mi cuarto, testigos de mis noches en vela, ya me habían contado todas sus historias, y yo les respondía como si fueran viejas confidentes. Desde mi punto de vista, todo aquello era normal.

De la mujer que una vez fue mi esposa, no sabía nada. Su recuerdo se había desvanecido hasta el punto de que ya no la asociaba con ese rol. El tiempo había perdido su forma; seguía anclado en la misma fecha, en el mismo Miércoles Negro. La rutina, el agotamiento existencial y los cuidados de una niña pequeña habían tejido los barrotes de mi jaula. El olor a mierda de gato y una botella de whisky eran el conjunto perfecto para mi celda.

Creía encontrar una vía de escape en las llamadas diarias a mi familia. Pensaba que hablar me hacía bien, pero me equivocaba. Sin darme cuenta, cada conversación me hundía más. Eran un espejo vacío donde solo se reflejaban mis lamentos, mis quejas, mis reproches y mi odio. Creí que ese desahogo era el camino correcto para salir de mi jaula de ratón, pero solo estaba reforzando los barrotes con cada palabra.

Los meses pasaban para el resto del mundo. La gente tenía días y noches, pero en mi realidad, solo había un crepúsculo eterno. Estaba hundido en mi propia desgracia, una desgracia que, con el tiempo, había aceptado como parte del juego.

 

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