La Noche Oscura del Emprendedor .Las noches se convirtieron en mi celda. El silencio de la casa era un estruendo de pensamientos, un juicio interminable donde yo era, a la vez, fiscal, acusado y verdugo. En la oscuridad, con la mirada fija en el techo, veía cómo los negocios, mi mundo, se desmoronaban pieza por pieza, como un edificio en demolición silenciosa. Cada nuevo amanecer no traía esperanza, sino la confirmación de que la caída era imparable. Me sentía un náufrago que, cansado de luchar contra el oleaje, decide soltar el madero y entregarse a la corriente. Así que empecé a desmantelarlo todo, a rendir mis banderas, quedándome con las ruinas de un solo negocio para, apenas, mantenerme a flote.
El hombre que fui, el audaz, pérdida de identidad .el que construía, era un fantasma que me observaba desde el otro lado del espejo. Me sentía hueco, un autómata programado para cuidar de mi hija y pagar facturas. Había levantado murallas alrededor de mi corazón; la idea de rehacer mi vida con otra mujer no era una opción, era un sacrilegio. ¿Cómo iba a invitar a alguien a caminar entre mis ruinas, si yo mismo me sentía el arquitecto de todas ellas? La vida cómoda y estable que tanto había anhelado se había transformado en un abismo, y yo estaba parado en el borde, mirando hacia una oscuridad que me prometía devorarlo todo.
Los domingos eran una ironía cruel. Llevaba a la niña a la iglesia, un lugar de supuesta sanación, pero para mí era una cámara de tortura. Mientras el órgano sonaba y las voces se alzaban pidiendo salvación, en mi cabeza resonaba un rosario de preguntas sin respuesta: ¿Por qué yo? ¿En qué momento me equivoqué tanto? ¿Fue esta la vida para la que mis padres me prepararon? La pregunta más terrible de todas me taladraba el alma mientras miraba las figuras de los santos: ¿Quién soy? Y el silencio de los vitrales era la única respuesta que obtenía.
Mi mayor tormento, sin embargo, llevaba el rostro de mi hija. Sentía que no solo le había fallado, sino que le había robado el derecho a un hogar, a la estabilidad que todo niño merece. Pero su risa en medio del desastre era mi única ancla a la realidad. Por ella, y solo por ella, decidí no entregarme del todo. Hice un juramento silencioso frente a su cama una de esas noches: me convertiría en el padre y la madre que ella necesitaba, una fortaleza para ella, aunque por dentro estuviera hecho polvo. Decidí reordenar el caos, adaptarme al infierno, aunque la vida pareciera disfrutar cada una de sus lecciones.
Creía haber tocado fondo. Creía que la tormenta ya había pasado.
Pero habían transcurrido solo dos años. Y en el horizonte, silencioso e implacable, el verdadero Miércoles Negro apenas comenzaba a afilar su guadaña.
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